domingo, 7 de septiembre de 2014

Anécdotas sobre el contrabando / Alfredo Fermin

Hoy y Después en Valencia
 Alfredo Fermín
afermin@el-carabobeno.com
Cuando el Gobierno se ufana de que está combatiendo el contrabando, como causante de la ruina en que se encuentra el país, recordamos las prédicas que se hacían en Margarita a comienzos de los años 60 para hacerle creer a la gente que los contrabandistas creaban miseria.
El efecto era contrario porque la gente del pueblo le tenía cariño a esos comerciantes que llevaban mercancías a la isla con la que se ganaban la vida por lo cual a productos como la mantequilla danesa, los quesos holandeses, el whisky escocés, los jabones ingleses y el mentol chino los llamaban miseria. “Tengo miseria ¿me quiere comprar?, preguntaban a los turistas, humildes mujeres revendedoras a las puertas de  hoteles y lugares de diversión. 
En Margarita el contrabando nunca fue considerado un delito porque era la única fuente de ingresos que tenía una buena parte de la población en una isla donde no había industrias, ni empresas. Los comercios casi no pagaban impuestos y las ganancias de la pesca y de la agricultura apenas alcanzaban para el sustento diario.
Había familias de prestigio, pero no eran millonarias, entre ellas las descendientes de libaneses que se residenciaron en la isla a finales del siglo XIX atraídas por el comercio de las perlas y las importaciones. Pero, poco a poco, fue incrementándose el comercio del contrabando, que llegó a convertirse en una industria próspera para la cual se fueron creando mecanismos que le permitían funcionar con holgura.
Para ello, los señores que dirigían el contrabando se las ingeniaban para contactar, de inmediato, al comandante del Comando de la Guardia Nacional que, para entonces, estaba a cargo de un teniente.
El militar era invitado, generalmente con su esposa, que de inmediato se convertía en una socialité, para un agasajo estrictamente privado en una de las mejores casas de Porlamar o en sus cercanías y allí el más sobresaliente de los señores le ofrecía una recompensa sustanciosa para que los dejaran trabajar sin tropiezos. El teniente, que venía dateado por su antecesor, no rechazaba la oferta. De tal  manera que se acordaba el monto de lo que se llamaba el pote, para lo cual los beneficiarios tenían que “bajarse de la mula”, como dicen ahora, con su contribución. 
Para cumplir con el negocio, de Margarita viajaban con tripulación lanchas pesqueras para traer la mercancía. De Trinidad y Granada venían centenares de cajas de whisky, coñac, brandi, champaña y chocolates, y telas. De Curazao traían pantalones, camisas, quesos, mantequilla, lencerías, perfumes, mocasines y adornos.
Las noches de luna llena eran propicias para descargar los cuantiosos contrabandos, para lo cual el teniente distribuía la tropa a su cargo en playas lejanas de donde se iba a efectuar el desembarco. Si las embarcaciones iban a llegar a un lugar llamado El Cuarto, cerca de la playa de El Silguero, acantonaban la tropa en El Morro de Porlamar. Si el sitio escogido era Boca de Palo, en la vía a Laguna de Raya, la guardia tenía que permanecer en La Galera de Juangriego.
La operación funcionaba a la perfección pero después que los almacenes estaban repletos, por iniciativa de los propios comerciantes, se traía un lanchón cargado de mercancía, no tan fina como la anterior, para que la Guardia Nacional la decomisara. Cuando eso ocurría se convocaba a la prensa, en especial al diario El Nacional, que tenía de corresponsal al gran periodista Luis Beltrán, para que diera cuenta del acontecimiento. ”Duro golpe al contrabando dio la Guardia Nacional en Margarita”. ”El teniente Cuevas, terror del contrabando en la isla”, decían los titulares de la prensa caraqueña, porque en esa época en la isla no circulaban periódicos.
El Mundo En Una Tienda
Nuestra residencia en Porlamar fue una de las tiendas de mayor prestigio en esa época por el surtido de la mercancía que ofrecía. Don Jesús Rojas Campo fue una especie de ingeniero prodigioso que se encargó de construir depósitos clandestinos, imposibles de detectar, y nuestra madre afectiva, Concha Ordaz de Rojas, actuaba como un genio de las finanzas para vender, lo más pronto posible, la mercancía. 
Según su criterio comercial, ella no enviaba a comprar mercancía al exterior. Compraba en efectivo lo que le llevaran y eso le permitía vender más barato que los demás. Aquella tienda, que ocupaba toda la planta baja de la casona, tenía mercancías de dos tipos: lo que ella llamaba pacotilla, aunque eran cosas muy buenas, pero a bajos precios, y artículos de lujo como telas fínísimas procedentes de Italia y Suiza. En un pequeño aposento, detrás de una pared almacenaba productos de las casas Lanvin, Chanel, Dior, Balenciaga, Coty, Balmain y Elizabeth Arden que reservaba a sus clientes de Caracas.
También vendía productos nacionales que consideraba mejor que los importados como la ropa interior de Van Raalte de Venezuela, a la que le quitaba las etiquetas porque las clientas, si veían que eran hechos en Venezuela no las compraban. Lo mismo ocurría con la ropa para niños y las medias. 
En esta tienda solo trabajábamos los padres y los hijos sin excepción. La señora Concha decía, recordando una sentencia de San Pablo, que el que no trabaja que no coma y, en consecuencia, todos teníamos que ocuparnos de una responsabilidad al regreso de la escuela o en las vacaciones. Teníamos también la responsabilidad de ayudar a descargar las camionetas llenas de mercancía que llegaban de madrugada incluso en días de fiesta como Navidad y Año Nuevo porque no había vigilancia. 
En ese mundo crecimos y pasamos nuestra adolescencia.
 El Placer De Brindar
La señora Concha trabajaba desde las 5 de la mañana hasta las 12 de la noche atendiendo a gente ricas y pobres que le visitaban. Hizo muchísimo dinero, prestaba y no cobraba intereses, en silencio ayudaba a los necesitados.
Y cuando de brindar se trataba, de su diminuta figuraba brotaba un derroche de elegancia y de “savoir faire” ofreciendo lo mejor: champañas La Gran Dame Veuve  Clicquot, Dom Pérignon y Taittinger; whiskies etiqueta negra y Old Parr, brandies Duque de Alba y Carlos Primero y vinos de cosecha. ¿Cómo podíamos pensar que medio siglo después nos daríamos cuenta de que vivíamos en un mundo de esplendor en el que el contrabando era una forma de vivir y no un delito.
Posiblemente ahora sucede lo mismo pero los que dicen que lo combaten no se benefician de su trabajo sino de los bienes de Venezuela, hasta que sus jerarcas salgan huyendo de este país saqueado. De estos recuerdos, lo que más nos asombra es que nuestra madre afectiva siempre que nos veía derrochando nos decía: Ahorren, porque esto se va a acabar. Y contaba cómo familias muy ricas, después de la guerra de la Independencia y de la guerra Federal murieron en la indigencia.

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