

No hay justificación moral para soportar el yugo de la coacción
Manuel Barreto Hernaiz
barretom2@yahoo.com
“La corrupción es causa directa de la pobreza de los pueblos y suele ser la razón principal de sus desgracias sociales”. Jorge González Moore
Venezuela es uno de los países con mayores recursos hidrográficos del
mundo... y no contamos con agua. La represa del Guri es la tercera
central hidroeléctrica del mundo... y Planta Centro una de las más
potentes turbogeneradoras de América... y no tenemos electricidad.
Venezuela cuenta con las mayores reservas petroleras y es un importante
productor de petróleo a nivel mundial... pero se ve obligado a comprar
gasolina, y su inflación también está en el ranking mundial... Y este
desastre... ¿A qué se debe? A muchos factores, empezando por esa nefasta
tendencia de mediocrizar, de igualar por lo más bajo, de apartar a los
mejores, de aplaudir a los peores, de seguir la línea del menor
esfuerzo, de sustituir la calidad por la cantidad.
A la incapacidad, a la incompetencia, a la corrupción, pero sobre
todo a la inmoralidad, en virtud a que un gobierno con un presupuesto de
92.187 millones de dólares, que tenga todos los servicios que presta en
catastróficas condiciones, es un gobierno inmoral. Como inmoral es la
Nomenklatura y sus secuaces, esos corruptos que usaron el Estado para
sus propios beneficios, es en fin de cuentas, un gobierno inmoral.
Cuánta razón encierra aquella máxima de Demócrates, pronunciada hace más
de dos milenios: Todo está perdido cuando los malos sirven de ejemplo y
los buenos de mofa; pues esta campaña “anti-corrupción” del régimen es
la cínica expresión de gritar “Al ladrón, al ladrón”... y frotarse las
manos por tamaña desfachatez.
Hoy, en nuestro país, transitamos lamentables momentos para los
principios y los valores, para tener una visión proactiva y
esperanzadora gestión del Estado y de la anhelada y perfectible
democracia. A todas luces -o a la falta de ellas- se puede destacar que
la pérdida del rumbo ético del gobierno no es más que el reflejo de una
sociedad que también lo ha perdido, pues en fin de cuentas, esta
Nomenklatura forma parte de la sociedad que por ella votó y desde hace
tantos años, representa y dirige. Se hace imposible pretender que en
sociedades corruptas, donde impera el odio, la intolerancia, y la
ineptitud, que no saben de donde vienen ni adonde van, que no tienen
visión de futuro, pueda surgir una minoría dirigente inmune a la
corrupción, a la indiferencia y a la ignorancia.
La indiferencia, el “todo da igual”, o “se veía venir”, la
aquiescencia, son conductas que destruyen el tejido social, para
entonces ubicarnos en una especie de neo-nihilismo, no relativismo, algo
mucho peor: es negar la existencia del mal, que es la idea más nefasta
del siglo XX, la de los fascismos rojos o negros. Si no existe el mal,
todo está permitido. Y en resumidas cuentas, eso es cuanto nos ha
pasado. Este régimen perverso se vanaglorió al crear un supuesto Poder
Moral, argumentando que era uno de los pilares con los cuales se
sostendría la libertad olvidando que ésta, para ser verdadera, debe
estar cimentada en la verdad, y direccionada únicamente al bien.
Si la sociedad no cuenta con convicciones morales coherentes y
arraigadas, si la visión moral personalmente asumida no existe, sino que
muchos se conducen dando tumbos con una moral sociológica, aceptando
acríticamente los prejuicios y las modas morales que están en el
ambiente de cada momento, no nos encontramos ante un verdadero
pluralismo moral, sino ante un vacío moral. Porque aceptar la
legitimidad del pluralismo no significa aceptar que “todo vale” y que
cualquier actuación deba ser permitida.
Hoy, como nunca antes, se hace necesario tener presente que los
preceptos básicos de la moral cívica democrática son los Derechos
Humanos, y por encima de la Constitución hay que re-currir a ellos.
Valorar la construcción democrática -y trabajar por ella- en estos
momentos es la mejor apuesta a futuro y el mejor antídoto contra el
totalitarismo retardatario y su recurrente aspiración por el control y
sumisión de una sociedad que ya se hastió de ser pusilánime, temerosa,
que ya no acepta las cosas sin querer cambiarlas; y que no permitirá que
le restrinjan su libertad para sentirse segura, ya que no hay
justificación moral para soportar el yugo de la coacción, la imposición o
la violencia de un régimen en caída libre.
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