sábado, 10 de marzo de 2012

Historias inéditas de García Márquez

En los 85 años de García Márquez, Gossaín rescata historias inéditas

Gabo
¿Cuánta plata tiene 'Gabo'? Juan Gossaín reconstruye la curiosa relación del Nobel con el dinero.
Hace veinte años, la pregunta que más le hacían a un colombiano, cuando se encontraba con sus amigos en cualquier parte del mundo, era esta: "¿Cómo es Gabriel García Márquez?". Los tiempos han cambiado. La tabla de valores también. Ahora lo detienen a uno en las esquinas para preguntarle: "¿Cuánta plata tiene García Márquez?".

La gente suele pensar que el dinero es una manera de medir el éxito de un hombre. Habría que preguntárselo a Dostoievski, que murió en la miseria. Lo cierto es que, cada vez que alguien me habla de ese tema, debo reconocer que no tengo la menor idea. Ni me importa. Esos vericuetos no son de mi incumbencia.

Como si fuera poco, he tenido la fundada sospecha de que García Márquez sabe escribir pero no sabe sumar. Jamás le he visto un billete en la mano. Ni una billetera. Su mujer es la que ha manejado siempre los asuntos financieros de la casa.

-Desde el primer día -me confesó una vez el novelista- comprendí que Mercedes es mujer y árabe: son los únicos seres humanos que saben para qué es la plata.

Cuando se encerró a escribir Cien años de soledad, ella le hizo una advertencia terminante:

-Tú no estás aquí para preocuparte por plata. Tú dedícate a escribir, que del resto me encargo yo.

Muchos tiempo después, su marido reconocería que nunca supo cómo hizo ella para mantener la casa en pie mientras él pasaba seis meses sin empleo, encerrado, peleando a trompadas con las palabras.

La libreta de ahorros
Tras los interminables años de penurias, en los cuales siguió sembrando letras a pesar de las emboscadas que el hambre le tendía a cada paso, por fin llegó el día de recoger la cosecha.

Al comenzar la década del 70 sus obras se agotaban en los arrozales chinos o en las librerías de Nueva York. Lo primero que hizo fue abrir una cuenta corriente, a nombre de Mercedes, en un banco de Los Ángeles. Dio la orden de que solamente le consignaran en ella las cifras redondas, ya que los centavos los trasladaba a una cuenta secreta que abrió en México, a su propio nombre. Puso a Mercedes como beneficiaria.

Escondió la libreta de ahorros debajo del colchón, para que ella no descubriera que tenía una plata de consumo personal, que se gastaba a escondidas, tomando una botella de vino con los amigos.

Hasta el día en que abrió el periódico de la mañana. Allí estaba, en primera página, la noticia terrible: el banco mexicano se había quebrado.

Entonces empezaron las angustias del arrepentido. No podía dormir. Sudaba frío. Le remordía la conciencia. Sentía que los dioses lo habían castigado por engañar a su esposa. Hasta que no aguantó más y se dispuso a revelarle la verdad completa. Cerró el periódico, la llamó a la cocina y la hizo entrar al dormitorio.

-Tengo que hablar contigo -le dijo, al borde del llanto, mientras se sentaban en la misma cama donde había escondido la libreta.

Balbuceando, enredado en sus propias palabras, trató de contarle una historia coherente. Le pidió perdón en todos los idiomas. Hasta que Mercedes le interrumpió el parloteo.

-Para ahí -le dijo-. Para. Si me estás hablando de una libreta de ahorros que estaba debajo del colchón, yo la saqué el mes pasado y retiré toda la plata.

Su marido sintió que el alma le volvía al cuerpo. Se puso de rodillas y le prometió que nunca más le ocultaría un centavo.

Un cuento de hadas 
A pesar de los ríos de tinta que han corrido esta semana, al celebrarse los 85 años de su nacimiento, hasta el día de hoy nadie ha relatado lo que ocurrió con el episodio de la maleta llena de plata. Corría el año de 1965. En esa época el futuro ganador del Nobel se rebuscaba la vida trabajando en una agencia de publicidad. Vivía en Ciudad de México con Mercedes y sus hijos, Gonzalo y Rodrigo, que eran unos niños.

Se acercaban las fiestas navideñas y la familia estaba sin un centavo. Casi tan pobres como en los tiempos en que el escritor cantaba vallenatos a grito pelado en los trenes de París, para que los pasajeros le regalaran unas monedas compasivas, mientras terminaba de escribir una novela titulada Este pueblo de mierda.
Se la mandó a su amigo Guillermo Angulo, que estaba en Bogotá, para que la presentara a competir en el concurso Esso de Novela.

Los jueces la escogieron ganadora, pero el padre Félix Restrepo, académico de la Lengua que presidía el jurado, dijo que se negaba rotundamente a premiar un libro con semejante título. Llamaron a Angulo, que se dedicó a buscarlo de urgencia, hasta que lo localizó en un hotelito francés de mala muerte y le contó el problema en que estaban metidos.

Gabo le contestó que le pusieran el nombre que más les gustara.

-Yo lo único que quiero son los dolaritos del premio -le dijo-. Los necesito tanto...

Fue el mismo Angulo quien le puso La mala hora. Siempre he creído que el título es lo mejor de esa novela.

Epílogo con maleta

Pasaron como quince años desde entonces. Volvamos a aquella Navidad de 1965 en México.

-Este año no habrá regalos -les anunció el padre, con el corazón en la mano.

Gonzalo, que esperaba una bicicleta de aguinaldo, y algo de ropa, se puso a llorar.

-Pero un día de estos -prosiguió Gabo- llegará a casa un señor con una maleta llena de plata que nos sacará de problemas. No lo olviden.

-Tú pareces escritor, papá -lo regañó Rodrigo-. Las bolsas de plata solo existen en los cuentos de hadas.

-Así es -respondió él-. Nuestra vida será un cuento de hadas.

Dos años después, en marzo del 67, se publicó Cien años de soledad, con su estruendo de terremoto en el mundo entero. El 23 de diciembre estaban en Barcelona y Gabo recibió una llamada telefónica del banco donde había abierto una cuenta.

-Le está llegando dinero de todas partes -le dijo el gerente-. Sus derechos de autor.

Sin pensarlo mucho, y sin preguntar siquiera cuánto era el saldo, le pidió un favor.

-Convierta todo eso en pesetas, haga comprar de cuenta mía una maleta grande, meta en ella todo el dinero y mañana por la noche la manda a mi casa.

El banquero se quedó en silencio. "Estos escritores son muy extraños", debió pensar. "Y sudamericanos, además".

Al día siguiente, mientras la familia se hallaba reunida para la cena navideña, un mensajero del banco, disfrazado de Papá Noel, llamó a la puerta. Lo hicieron pasar. Puso la maleta en una silla.

-Ábrala -le pidió Gabo.

Mercedes ocupaba la cabecera. Los niños miraban la escena con curiosidad, pero sin entender qué era lo que pasaba. Los fajos de billetes formaban unos montoncitos atados con cintas de caucho. Gabo despidió al mensajero con una propina. Entonces puso una cara de solemnidad, fingió que era un mago que hacía un truco, y exclamó:

-Yo se los dije: un día de estos llegará a la casa una maleta llena de plata.

Rodrigo recordó de inmediato la historia que había ocurrido dos años atrás, en aquella Navidad de pobres, y se levantó de su silla.
Dando un rodeo por la mesa, fue adonde estaba su padre y le dio un beso en la frente.

-Papá -le dijo-, tú eres nuestro cuento de hadas.
Juan Gossaín
Especial para EL TIEMPO

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