AUTONOMÍA UNIVERSITARIA
Y REVOLUCIÓN/ Alexis Márquez Rodríguez
Conferencia leída en la Sala de Conciertos
de la Universidad Central de Venezuela,
el 10 de marzo de 2003, en un acto en defensa
de la Autonomía Universitaria.
de la Universidad Central de Venezuela,
el 10 de marzo de 2003, en un acto en defensa
de la Autonomía Universitaria.
Antecedentes históricos
La autonomía universitaria es una de esas instituciones que, no
obstante ser por definición esenciales, despiertan, sin embargo, agudas
controversias. Desde su aparición, con el nacimiento mismo, en la Edad
Media, de la universidad como centro fundamental de la educación y la
cultura, ha sido un tema permanente de debate. Quizás eso se deba a que, sin
ser propiamente un ente político, la universidad, y con ella la idea de su
autonomía, siempre han estado vinculadas a la política. Y es sintomático el
hecho de que grupos e individualidades, ajenos u opuestos a los gobiernos de
turno, vehementes defensores de la autonomía universitaria, una vez que
acceden al poder se tornan sus enemigos abiertos o velados, muchas veces
con encono igual o superior a la vehemencia con que antes la defendieron.
Que la autonomía es consustancial con el concepto de universidad se
evidencia por el hecho de que, como ya dije, ella nace con la universidad. Las
primeras universidades del mundo, al menos del llamado mundo occidental,
la de Bolonia, fundada en el siglo XI; las de París (Sorbonne; siglo XII),
Oxford (siglo XII), Salamanca (siglo XIII), Cambridge (siglo XIII), etc., se
organizan sobre una base autonómica. De España la autonomía universitaria
se trasplanta a América. Ya en las Siete Partidas, del rey Alfonso el Sabio, en
el siglo XIII, se reconocía el régimen autonómico de la Universidad de
Salamanca, que sirve, junto con la de Alcalá de Henares, de modelo a las
demás universidades españolas, incluyendo las que, a partir del siglo XVI, se
fundan de este lado del Atlántico.
La autonomía universitaria es una de esas instituciones que, no
obstante ser por definición esenciales, despiertan, sin embargo, agudas
controversias. Desde su aparición, con el nacimiento mismo, en la Edad
Media, de la universidad como centro fundamental de la educación y la
cultura, ha sido un tema permanente de debate. Quizás eso se deba a que, sin
ser propiamente un ente político, la universidad, y con ella la idea de su
autonomía, siempre han estado vinculadas a la política. Y es sintomático el
hecho de que grupos e individualidades, ajenos u opuestos a los gobiernos de
turno, vehementes defensores de la autonomía universitaria, una vez que
acceden al poder se tornan sus enemigos abiertos o velados, muchas veces
con encono igual o superior a la vehemencia con que antes la defendieron.
Que la autonomía es consustancial con el concepto de universidad se
evidencia por el hecho de que, como ya dije, ella nace con la universidad. Las
primeras universidades del mundo, al menos del llamado mundo occidental,
la de Bolonia, fundada en el siglo XI; las de París (Sorbonne; siglo XII),
Oxford (siglo XII), Salamanca (siglo XIII), Cambridge (siglo XIII), etc., se
organizan sobre una base autonómica. De España la autonomía universitaria
se trasplanta a América. Ya en las Siete Partidas, del rey Alfonso el Sabio, en
el siglo XIII, se reconocía el régimen autonómico de la Universidad de
Salamanca, que sirve, junto con la de Alcalá de Henares, de modelo a las
demás universidades españolas, incluyendo las que, a partir del siglo XVI, se
fundan de este lado del Atlántico.
Concepto político de la autonomía universitaria
La autonomía universitaria se erige primordialmente frente al Estado y
los gobiernos. Ello se explica, entre otras razones, porque en principio se trata
de instituciones privadas o semiprivadas, ajenas al aparato gubernamental,
aunque muchas de ellas fueron reconocidas oficialmente, e incluso se les
brindó protección y ayuda financiera. Pero aun así, la universidad fue siempre
muy celosa de su independencia y de su autonomía frente a los grupos e
individualidades gobernantes, incluida la Iglesia, pues aunque muchas
universidades se fundan por iniciativa de determinadas órdenes religiosas, e
incluso en el recinto de conventos y monasterios, también es cierto que sus
fundadores y promotores siempre procuraron deslindarse de la jerarquía
eclesiástica, sin abjurar de sus creencias y dogmas. En muchas de aquellas
primitivas universidades se produjeron vivas e iluminadoras controversias
sobre los pareceres oficiales de la Iglesia de Roma.
En el origen del sistema autonómico se reconoce, además, el propósito
de salvaguardar la función esencial de las universidades, cual es la búsqueda
del saber y la verdad, y su preservación como patrimonio cultural que ha de
trasmitirse de generación en generación. Y esa búsqueda del saber y la verdad
tiene necesariamente que hacerse a resguardo de interferencias que, como las
de carácter político, en especial las provenientes de las esferas del poder
gubernamental, pudieran mediatizarla y entorpecerla.
Pero a esa explicación del origen de la autonomía, fundada en el noble
principio de preservación del saber y la verdad, debe agregarse otra, ya no tan
noble, sobre todo por su carácter pragmático. Me refiero al hecho de que,
siendo el saber y la verdad una fuente primordial de poder, caro tenía que ser
a quienes basaban su poderío en esa fuente el propósito de que esta
permaneciese fuera del control de los factores del poder estatal y
gubernamental. Por siglos el saber y la verdad han sido monopolio de elites
sociales que, para perpetuarse en sus privilegios procuran mantener
celosamente bajo su control las claves del conocimiento y de las ciencias, que
de esa manera se tornan en instrumentos de dominación y vasallaje.
La autonomía universitaria en Venezuela
En Venezuela la autonomía universitaria tiene una larga tradición.
Nuestra primera universidad, la Universidad de Caracas, posteriormente
rebautizada Universidad Central de Venezuela, nace el 22 de diciembre de
1721, cuando, por Real Cédula del rey Felipe V, se elevó a la categoría de
universidad lo que hasta entonces había sido el Colegio Seminario Tridentino
de Santa Rosa de Lima. Posteriormente, por Real Cédula del 4 de octubre de
1781, el rey Carlos IV le concede la autonomía, plasmada en la autorización
para dictar su propia constitución y sus reglamentos, y para elegir el rector
por el Claustro universitario.
Aquel inicial régimen autonómico se mantiene hasta el 15 de julio de
1827, ya consumada la independencia, cuando el Libertador, Presidente de
Colombia –la llamada Gran Colombia– promulga los Estatutos Republicanos
elaborados por la propia Universidad, y en los cuales se mantiene el principio
autonómico que venía de la Colonia, además de que se dona a la Universidad
de Caracas un conjunto de haciendas sumamente productivas, para que con
sus rentas financiaran las actividades universitarias.
La autonomía se ratifica en el Código de Instrucción Pública de 1843,
en el que se establece que las autoridades de la universidad serán electas por
un Cuerpo Electoral formado por todos los catedráticos propietarios, y de tres
representantes electorales en la de Caracas, dos en la de Mérida, nombrados
por cada una de las facultades. En cuanto a los profesores, serán designados
por concurso.
Agresiones a la autonomía
La primera agresión contra la autonomía de la universidad venezolana
se produjo en 1849, bajo la presidencia de José Tadeo Monagas. Ese año se
dicta un nuevo Código de Instrucción Pública, en realidad una mera reforma
del anterior, con la sola finalidad de permitir la injerencia del gobierno en el
régimen universitario, especialmente en el nombramiento y remoción de los
catedráticos. Allí se dice que no “podrán proveerse las cátedras en propiedad,
ni en interinato en personas desafectas al Gobierno Republicano o
sospechosas de su amor al espíritu democrático del sistema de Venezuela.
(…) También podrá el Poder Ejecutivo, usando de la facultad gubernativa,
remover de sus cátedras a los catedráticos que fueren desafectos al Gobierno
o del espíritu democrático del sistema de la República”.
Esta disposición fue derogada en 1858, a raíz de la llamada Revolución
de Marzo. Pero fue restituida en 1863, por decreto del Gral. Juan Crisóstomo
Falcón, que ponía en vigencia de nuevo todo el ordenamiento jurídico que
regía para el 14 de marzo de 1858, anterior a la mencionada Revolución.
Sin embargo, la mayor agresión contra la autonomía universitaria se
perpetró bajo el gobierno del Gral. Antonio Guzmán Blanco, quien por
Decreto del 24 de setiembre de 1883 dispone, en primer lugar, que “El Rector
y el Vicerrector serán nombrados libremente por el Ejecutivo Federal, que
nombrará también a los catedráticos, de ternas propuestas por el Rector”. En
decretos posteriores, Guzmán despoja a las universidades de sus bienes
propios, obligándolas “a la venta de todas sus propiedades urbanas y rurales”,
estableciendo que en lo sucesivo cubrirán sus gastos con los fondos que
anualmente se les asigne en el Presupuesto Nacional. Con ello se instituye de
manera definitiva un sistema de financiamiento que, aun existiendo la
autonomía universitaria, entraba, mediatiza y muchas veces aniquila el
sistema autonómico, toda vez que deja en manos del Ejecutivo un
instrumento infalible de control de las universidades, mediante la entrega
discrecional de los recursos asignados en la Ley de Presupuesto.
Autonomía y autarquía financiera
Es un hecho incontrovertible que la más perfecta autonomía
universitaria no puede funcionar a cabalidad si la universidad no es, al mismo
tiempo, económicamente autárquica. Hasta el decreto de Guzmán Blanco la
Universidad de Caracas había venido funcionando con bastante libertad, no
sólo por su régimen autonómico, sino también porque los bienes que poseía le
producían dinero suficiente y oportuno para atender a sus necesidades, que,
por lo demás, no eran demasiado elevadas, tanto porque era aún una
universidad pequeña y poco desarrollada, como porque la enseñanza en
general, incluida la de nivel superior, no resultaba tampoco demasiado
costosa, como sí lo es hoy. Desde entonces, y por la práctica inveterada de
entregar las asignaciones presupuestarias por mensualidades –los famosos e
inquietantes dozavos–, cada universidad está a merced del Ejecutivo en lo
tocante a la disponibilidad de sus recursos financieros, con mengua de su
autonomía, aun cuando esta aparezca consagrada en la Constitución y las
leyes respectivas.
El régimen antiautonómico establecido por Guzmán atraviesa todo el
restante siglo XIX y se mantiene hasta bien entrado el XX. Durante las
dictaduras de Cipriano Castro y Juan Vicente Gómez, que ocupan el primer
tercio del siglo XX, el dominio gubernamental sobre las universidades fue
absoluto, como en todos los demás aspectos de la vida nacional.
La autonomía se va abriendo paso
Fue en 1940, bajo el gobierno del Gral. Eleazar López Contreras, siendo
Ministro de Educación Nacional el Dr. Arturo Úslar Pietri, cuando, al dictarse
una nueva Ley de Educación, se restituyó parcialmente la autonomía, al
establecer que cada una de las escuelas universitarias elegiría dos candidatos
para integrar una lista que, cada tres años, el respectivo Consejo Universitario
elevaría al Poder Ejecutivo, para que de ella se designaren el rector, el
vicerrector y el secretario. Fue una tímida reforma, que, sin embargo,
significó un paso de avance. No obstante, duró poco el ensayo, que trajo una
serie de vicios y problemas por el fomento de “roscas” y caudillismos, no por
académicos menos funestos. En 1943, al reformarse la Ley de Educación,
bajo el gobierno del Gral. Isaías Medina Angarita y el ministerio del Dr.
Rafael Vegas, se restableció la facultad del Poder Ejecutivo de designar y
remover libremente las autoridades universitarias, además de algunas otras
disposiciones relacionadas con la designación de los profesores, con
desconocimiento del principio autonómico.
El derrocamiento del Gral. Medina Angarita, el 18 de octubre de 1945,
abrió una nueva etapa en la historia contemporánea de Venezuela. En abril de
1946 el nuevo rector de la Universidad Central, Dr. Juan Oropesa, designa
una comisión encargada de elaborar un proyecto de estatuto universitario. La
forman los doctores Rafael Pizani, quien la preside, Eduardo Calcaño, Raúl
García Arocha, Francisco Montbrún y Eugenio Medina, y un representante
estudiantil, el Br. Alejandro Osorio. Es la primera vez en nuestro país que
oficialmente se toma en cuenta al estudiantado en funciones relacionadas con
el gobierno y administración de las universidades.
El proyecto de la comisión contemplaba una amplia autonomía, no sólo
en cuanto al gobierno de las universidades, sino también en el orden
financiero y administrativo. La doctrina que guió a la comisión en este
aspecto quedó muy bien plasmada en la carta que esta dirigió al rector de la
Universidad Central remitiéndole el proyecto. Allí, entre otras cosas, se dice
lo siguiente:
Estimamos que uno de los inconvenientes más ciertos con que ha
tropezado la formación de una conciencia universitaria en el país –requisito
indispensable para que la Universidad pueda desenvolverse como institución
pública nacional–, es el haberla considerado y tratado, desde fines del siglo
XIX, como un simple apéndice burocrático del Ministerio de Educación
Nacional. Porque en tales condiciones no habrá problema universitario que no
adquiera inmediatamente el carácter de una cuestión política; no habrá
iniciativa universitaria que no sea juzgada –o prejuzgada– en su posible
contenido político; no habrá decisión, por útil y evidente que sea para el interés
universitario puro, que no sea demorada, deformada o desechada por el interés
político, cuando no por el simple capricho o conveniencia de algún empleado
influyente.
En nuestro concepto, si se quiere intentar seriamente una reforma a
fondo de las Universidades Nacionales, es necesario comenzar por
independizarlas de esas influencias que desnaturalizan su misión y su sentido.
Independizarlas no formalmente, como lo hizo la Ley de Educación Nacional
de 1940, que mientras admitía una tímida autonomía en la designación de las
autoridades universitarias dejaba, sin embargo, a las Universidades atadas a la
voluntad del Ejecutivo con el cordón administrativo del presupuesto; sino una
autonomía no simulada, que permita el amplio desenvolvimiento de la
Universidad mediante la fijación de una cuota anual fija (no menor del 2 % en
el Proyecto) del Presupuesto de Rentas Públicas de la Nación y la garantía de
libertad de manejo de sus fondos, sin la perturbación agobiante del
procedimiento administrativo para su inversión.
Desafortunadamente, esta saludable doctrina no fue acogida por la Junta
Revolucionaria de Gobierno, presidida por Rómulo Betancourt –quien, por
cierto, como dirigente de la Generación del 28 había sido un entusiasta
propulsor de la autonomía–, y el Estatuto, dictado el 28 de setiembre de 1946,
firmado también, como miembros de la Junta, por otros fervorosos partidarios
de la autonomía universitaria en un pasado aún reciente, Raúl Leoni, Gonzalo
Barrios, Luis Beltrán Prieto y Edmundo Fernández, estableció que “El Rector,
el Vicerrector y el Secretario son de libre designación y remoción del
Ejecutivo Federal”. Tampoco se aceptó que en la Ley de Presupuesto se
estableciese una asignación anual no menor del 2 % para las universidades,
como lo señalaba el proyecto, y ese monto se fijó entre el 1 y el 2 por ciento.
Las razones para este desconocimiento de la autonomía se centraron en
el argumento de que en el Claustro de las universidades se había ido
imponiendo una concepción reaccionaria, que era necesario remover, para dar
paso a autoridades progresistas y a un clima universitario acorde con los
nuevos aires supuestamente revolucionarios que en el país se respiraban.
Argumento discutible, sobre todo si se toma en cuenta que en el pasado
habían sido nombrados rectores de ideas avanzadas, como es el caso del Dr.
Rafael Pizani, cuya ideología democrática y progresista nadie pone en duda,
quien, por cierto que muy joven aún (tenía apenas 34 años), había sido rector
de la UCV durante la presidencia del Gral. Medina Angarita.
Sin embargo, el Estatuto de 1946 estableció, por primera vez en el país,
la representación de los estudiantes en el Consejo Universitario, los Consejos
de Facultad y las Asambleas de Facultad. Igualmente, y como paso de avance
muy significativo, consagró también la libertad de cátedra, que es
consustancial con el concepto de autonomía universitaria. En su artículo 45,
en efecto, el Estatuto disponía que “Los Profesores de las Universidades
Nacionales deben elaborar los programas de sus correspondientes asignaturas
y someterlas para su aprobación a las Facultades, pero conservan completa
independencia en la exposición de opiniones o doctrinas acerca de la materia
que enseñan”.
No obstante sus aspectos positivos, a pesar de no ser plenamente
autonómico, la aplicación del Estatuto de 1946 generó graves problemas, no
sólo ni tanto por su contenido mismo, sino mas bien como repercusión en el
ámbito universitario del clima político que la nueva situación del país, a raíz
de la arrogantemente llamada Revolución de Octubre, había creado, situación
caracterizada por el populismo y la demagogia puestas en práctica desde los
círculos gubernamentales. Además, se trasladó a las universidades el clima de
sectarismo y de pugnacidad que imperó en todo el país durante los tres años
de la Junta Revolucionaria de Gobierno y los nueve meses de la presidencia
de Rómulo Gallegos. No es exagerado decir que tal situación determinó que
en poco tiempo la universidad como institución, y su régimen de gobierno,
que no era, como ya se ha visto, propiamente autonómico, cayesen en un
profundo desprestigio ante la opinión pública nacional.
Sin embargo, en noviembre 1948, una vez derrocado el presidente
Gallegos por un nuevo golpe militar, esta vez sin apoyo civil, la Junta Militar
de Gobierno, presidida por el Teniente Coronel Carlos Delgado Chalbaud, y
siendo ministro de Educación el Prof. Augusto Mijares, por Decreto del 23
de diciembre de 1948 mantuvo en vigencia el Estatuto Orgánico de 1946.
Pero el derrocamiento de Gallegos, que no había causado mayores reacciones
en el pueblo, al reanudarse las actividades educativas, en enero de 1949, sí
originó graves disturbios estudiantiles, dándose inicio a un período muy
conflictivo, que culminó en 1951, cuando la Junta de Gobierno, presidida por
el Dr. Germán Suárez Flamerich, constituida a raíz del asesinato, en
noviembre de 1950, del presidente de la Junta Militar, Delgado Chalbaud, con
fecha 1 de setiembre destituyó las autoridades de la Universidad Central de
Venezuela, encabezadas por el rector Dr. Julio de Armas, y para sustituirlo se
trajo desde Mérida al Dr. Eloy Dávila Celis, quien venía precedido de un gran
desprestigio, por su actuación despótica y represiva como rector de la
Universidad de los Andes, contra quien se habían producido graves disturbios
en aquella universidad. Este nombramiento fue rechazado por el estudiantado,
de forma que la UCV se hizo absolutamente ingobernable. Lo cual determinó
que mes y medio después, el 17 de octubre, por decreto Nº 321, la Junta de
Gobierno interviniese la UCV y ordenase su reestructuración total, a cuyo
efecto designó un llamado Consejo de Reforma, presidido por el médico Dr.
Julio García Álvarez. En el mismo decreto se derogaba expresamente el
Estatuto Orgánico de 1946, con lo cual naufragaba definitivamente el
experimento que este representaba, que, sin ser propiamente autonómico,
contenía, no obstante, importantes innovaciones, consagratorias de la
autonomía en algunos aspectos, como el nombramiento de los profesores, la
libertad de cátedra y el principio de cogobierno estudiantil. De nuevo estallan
disturbios estudiantiles, a lo cual se une la tenaz resistencia de una mayoría de
profesores, quienes, en repudio al Consejo de Reforma, pusieron sus cargos a
la orden, hasta tanto se rectificasen aquellas medidas y se restableciese el
principio básico de autonomía. Ante aquella nueva situación de
ingobernabilidad no hubo más salida que clausurar la universidad por tiempo
indefinido, declarando insubsistentes las partidas presupuestarias “destinadas
a sufragar el pago de los sueldos de los profesores”. Al mismo tiempo se
destituyó a más de 140 catedráticos y se expulsó a 137 estudiantes. No
conforme con eso, la dictadura encarceló a muchos de ellos y a otros los
expulsó del país, la mayoría de los cuales sólo pudieron regresar en 1958, una
vez derrocada la dictadura perezjimenista. No hay duda de que estos
episodios son los más resaltantes como hitos históricos altamente
significativos en la lucha por la autonomía universitaria.
Más de un año duró el cierre de la UCV. En julio de 1953 se dictó una
nueva Ley de Universidades Nacionales, que restituía la forma de gobierno
tradicional de las universidades, con lo que se extinguía el Consejo de
Reforma. Esta ley terminó de aniquilar todo vestigio de autonomía
universitaria, pues dispuso que el libre nombramiento y remoción de todos
los funcionarios universitarios, incluso los profesores, a quienes se calificó de
“empleados públicos”, correspondía al presidente de la república. En agosto
de ese mismo año se designó a las autoridades y se reiniciaron las actividades,
en una nueva etapa signada por conflictos de diversos grados de importancia,
hasta culminar con la caída de la dictadura, en enero de 1958.
La autonomía plena
Uno de los actos más importantes de la Junta de Gobierno que sustituyó
al dictador, en esta ocasión ya presidida por el Dr. Edgar Sanabria, de
honorable y dilatada trayectoria universitaria, fue dictar una nueva Ley de
Universidades, la misma que, con algunas reformas, ha estado vigente hasta
hoy. Por temprano decreto de la Junta, del 17 de febrero, todavía bajo la
presidencia de vicealmirante Wolfgang Larrazábal, se creó una comisión
encargada de redactar un proyecto de ley universitaria, con expreso mandato
de “que contemple y asegure la autonomía universitaria”. Esa comisión
estuvo formada por los doctores Fancisco De Venanzi, quien la presidía,
Rafael Pizani, Ismael Puerta Flores, Rubén Coronil, Raúl García Arocha,
Armando Vegas, J. L. Salcedo Bastardo, Jesús M. Bianco, Marcelo González
Molina, Héctor Hernández Carabaño, Francisco Urbina y Ernesto Mayz
Vallenilla, y en representación de los estudiantes el bachiller Edmundo
Chirinos.
Virtud primordial de la Ley de Universidades, promulgada el 5 de
diciembre de 1958 –razón por la cual más tarde se instituyó esta fecha como
Día del Profesor Universitario– es que, no sólo instaura plenamente la
autonomía, sino que también la define en términos amplios e inequívocos. El
art. 8, en efecto, establece que “Las Universidades son autónomas, de acuerdo
con lo establecido en la presente Ley”. En concordancia con ello, el art. 6
dispone que “El recinto de las Universidades es inviolable. Su vigilancia y el
mantenimiento del orden dentro de él son de la competencia y
responsabilidad de las autoridades universitarias; no podrá ser allanado sino
para impedir la consumación de un delito o para cumplir las decisiones de los
Tribunales de Justicia”. Otros artículos se refieren explícitamente a la
autonomía administrativa, que es especialmente amplia en lo tocante al
manejo de los fondos propios de cada universidad, incluidas las partidas que
le sean asignadas en la Ley de Presupuesto.
En cuanto al nombramiento de sus autoridades, la Ley es igualmente
muy amplia. Las autoridades rectorales serán designadas por el Claustro de
cada universidad, formado por los profesores Asistentes, Agregados,
Asociados, Titulares, Honorarios y jubilados; los representantes estudiantiles
y los de los egresados.
La Ley consagra también la libertad y la pluralidad de cátedra. El art.
4 dice: “La enseñanza universitaria se inspirará en un definido espíritu de
democracia, de justicia social y de solidaridad humana, y estará abierta a
todas las corrientes del pensamiento universal, las cuales se expondrán y
analizarán de manera rigurosamente científica”. En concordancia con esto el
art. 94 contempla que “Los miembros del personal docente y de investigación
deben elaborar los programas de sus asignaturas, o los planes de sus trabajos
de investigación, y someterlos para su aprobación a las respectivas
autoridades universitarias, pero conservan completa independencia en la
exposición de la materia que enseñan y en la orientación y realización de sus
trabajos”.
Sin el más mínimo desmedro de la autonomía, la Ley dispuso asimismo
que las universidades nacionales deben trabajar de manera coordinada, ya
que, según el art. 5, “La finalidad de la Universidad (…) es una en toda la
Nación”. A ese propósito se instituyó el Consejo Nacional de Universidades,
con fines de coordinación, formado por el ministro de educación, quien lo
preside, los rectores de las universidades nacionales y de las privadas, un
decano y un delegado estudiantil por cada universidad nacional o privada.
Hasta su reforma parcial, en 1970, esta Ley de Universidades consagró
de la manera más amplia la autonomía. En ese sentido fue única en el mundo
y en la historia de la autonomía universitaria, porque aun en los sistemas
autonómicos más avanzados siempre ha habido algún resquicio legal que
permite a los gobiernos intervenir en la dirección y funciones de las
universidades. En cambio, mientras nuestra ley no fue reformada en ese
sentido, el único expediente del Gobierno venezolano para inmiscuirse en la
vida de las universidades fue el allanamiento de la autonomía y la
intervención de facto, de evidente carácter ilegal. Que fue precisamente lo
que ocurrió en 1970, y había ocurrido también en 1960.
El movimiento de Renovación Académica
En 1969 estalló en la UCV un amplio movimiento de reforma, conocido
con el nombre de Renovación Académica. Este movimiento alcanzó niveles
muy radicales, especialmente en ciertas facultades y escuelas. Entre sus
objetivos la renovación perseguía la revisión a fondo de los planes y
programas de estudio; la llamada auditoría académica, por la cual los
estudiantes harían la evaluación de sus profesores en razón de sus condiciones
éticas y de su rendimiento académico; la ampliación de la representación
estudiantil en las funciones electorales y de cogobierno, hasta hacerla
paritaria con la de los profesores, y la participación de los empleados y
obreros de la Universidad en dichas funciones.
El movimiento de renovación alarmó, no sólo al gobierno, presidido
por el Dr. Rafael Caldera, y a su partido COPEI, sino también al partido
Acción Democrática, que estaba en la oposición, pero tenía una fuerza
decisiva en el Congreso Nacional. La situación en la UCV se tornó crítica, y
en un momento dado, aunque las cosas parecían enrumbarse hacia una cierta
normalización de la vida universitaria, el gobierno, al parecer por presión
militar, decidió violar la autonomía e intervenir la Universidad, ocupando
militarmente todas sus dependencias. Previamente a ello, los partidos COPEI
y Acción Democrática se pusieron de acuerdo para realizar en el Congreso
una urgente reforma de la Ley de Universidades, la cual fue promulgada el 8
de setiembre de 1970. Aunque esta reforma mantuvo el sistema autonómico,
disminuyó bastante sus alcances y su eficacia, en aras de un mayor poder de
injerencia del Gobierno en la vida de las universidades. Curiosamente, la
reforma comenzó por ampliar y precisar el concepto de autonomía. El
artículo 9, en efecto, definió cuatro áreas autonómicas: 1) Autonomía
organizativa; 2) Autonomía académica; 3) Autonomía administrativa; 4)
Autonomía económica y financiera. Sin embargo, redujo en forma drástica el
concepto de autonomía territorial, pues aunque mantuvo en su art. 7 que “El
recinto de las Universidades es inviolable…”, a renglón seguido agregó: “Se
entiende por recinto universitario el espacio precisamente delimitado y
previamente destinado a la realización de funciones docentes, de
investigación, académicas, de extensión o administrativas, propias de la
Institución. // Corresponde a las autoridades nacionales y locales la vigilancia
de las avenidas, calles y otros sitios abiertos al libre acceso y circulación, y la
protección y seguridad de los edificios y construcciones situados dentro de las
áreas donde funcionen las universidades, y las demás medidas que fueren
necesarias a los fines de salvaguardar y garantizar el orden público y la
seguridad de las personas y de los bienes, aun cuando estos formen parte del
patrimonio de la Universidad”.
La reforma debilitó o cercenó otros aspectos de la autonomía. Pero lo
más grave fue establecer la potestad del Ejecutivo Nacional, si bien
indirectamente, para destituir las autoridades universitarias. En efecto, entre
las nuevas atribuciones dadas al Consejo Nacional de Universidades, cuya
composición se reformó para lograr una mayoría oficialista, se establece lo
siguiente: “12. Previa audiencia del afectado, suspender del ejercicio de sus
funciones al Rector, a los Vicerrectores, o al Secretario de las Universidades
Nacionales cuando hubieren incurrido en grave incumplimiento de los
deberes que les impone esta Ley. Acordada la suspensión, el funcionario o los
funcionarios afectados por la medida podrán, dentro de los treinta días
siguientes a la última notificación, presentar los alegatos que constituyan su
defensa y promover y evacuar ante el Secretario Permanente del Consejo las
pruebas pertinentes. Vencido dicho lapso el Consejo decidirá, con vista de los
elementos que consten en el expediente, sobre la restitución o remoción del
funcionario o de los funcionarios suspendidos…”. Esta disposición se
complementa con la del numeral 14: “Declarar, en el caso previsto en los
numerales 12 y 13 de este artículo, a la Universidad afectada en proceso de
reorganización cuando la medida de remoción hubiese sido impuesta
conjuntamente al Rector, a los Vicerrectores y al Secretario, o a dos de dichas
autoridades o a la mayoría de los miembros de un Consejo Universitario;
designar en cualquiera de estos casos, a las autoridades interinas que hayan de
asumir la dirección de las Universidades Nacionales mientras se realiza la
respectiva elección por la comunidad universitaria; y procederá a la
convocatoria de las correspondientes elecciones, con arreglo a las
disposiciones de esta Ley, dentro de los seis meses siguientes a la decisión
por la cual se acordó la remoción…”. Y la del numeral 15: “Designar a las
autoridades interinas que hayan de asumir la dirección de las Universidades
Nacionales no experimentales, en los casos de falta absoluta del Rector y los
Vicerrectores o de más de la mitad de los miembros del Consejo
Universitario; y proceder a la convocatoria de las correspondientes
elecciones, con arreglo a las disposiciones de esta Ley, dentro de los seis
meses siguientes a la designación de las autoridades interinas…”.
El allanamiento y ocupación militar de la Universidad se consumó el 29
de noviembre de 1970. Al amparo de la ley reformada se destituyó a las
autoridades, encabezadas por el rector Dr. Jesús María Bianco, y se designó
autoridades interinas, que recordaban al famoso Consejo de Reforma de 1951.
Como en aquel caso, esta vez tampoco las autoridades interinas pudieron
asegurar la normalización de la UCV, y a duras penas fueron capaces de
conducir a unas elecciones en que resultó electo rector el Dr. Rafael José
Neri, lográndose una gradual normalización de las actividades universitarias a
partir de 1972.
Justo es reconocer que, pese al carácter antiautonómico de las reformas
de 1970, nuestras universidades han podido gozar hasta el presente de su
autonomía, sin duda porque los sucesivos gobiernos, una vez superadas las
circunstancias traumáticas que dieron paso a esas reformas, han respetado en
lo esencial el principio autonómico. Sólo en el aspecto financiero se ha
entrabado el normal desempeño de las universidades, regateándoles los
aportes presupuestarios, bien por insuficiencia real de los recursos del Estado,
bien como instrumento de chantaje y dominación sobre unas instituciones
que, como las universitarias, por definición deben ser muy críticas ante los
designios gubernamentales.
La autonomía con rango constitucional
Finalmente, el largo proceso cumplido en nuestro país por la autonomía
universitaria tuvo su feliz culminación en 1999, cuando, en la Constitución
dictada ese año se consagró, en los términos más amplios imaginables, el
régimen autonómico, tal como se define en el art. 109: “El Estado reconocerá
la autonomía universitaria como principio y jerarquía que permite a los
profesores, profesoras, estudiantes, egresados y egresadas de su comunidad
dedicarse a la búsqueda del conocimiento a través de la investigación
científica, humanística y tecnológica, para beneficio espiritual y material de la
Nación. Las universidades autónomas se darán sus normas de gobierno,
funcionamiento y la administración eficiente de su patrimonio bajo el control
y vigilancia que a tales efectos establezca la ley. Se consagra la autonomía
universitaria para planificar, organizar, elaborar y actualizar los programas de
investigación, docencia y extensión. Se establece la inviolabilidad del recinto
universitario. Las universidades experimentales alcanzarán su autonomía de
conformidad con la ley”.
¿Significa todo esto que la autonomía universitaria, ahora con rango
constitucional, es perfecta, y que en nuestro país ha funcionado cabalmente?
De ninguna manera. Son muchos los vicios y fallas que en cada universidad
se han acumulado en los cuarenta y cuatro años de ejercicio autonómico. Pero
no es esta la ocasión de analizarlos y censurarlos, aunque hacerlo es necesario
y saludable, y se hará oportunamente. En todo caso, la autonomía
universitaria, como toda creación humana, es susceptible de errores, pero
también es perfectible.
Las universidades y el Estado
La larga lucha por la autonomía universitaria plantea un agudo
problema que casi nunca los interesados abordan con la sinceridad que se
requiere. Me refiero a la relación de las universidades con el Estado, y en
especial con los gobiernos de turno. Como dije antes, es sintomático que
muchos políticos, mientras son ajenos o de oposición al Gobierno se muestran
fervientes partidarios de la autonomía universitaria, pero cuando llegan al
poder se convierten en sus enconados enemigos. La tentación totalitaria de
que se ha acusado a los regímenes de izquierda y de tendencias socialistas no
es exclusiva de estos. También muchos gobiernos y partidos democráticos,
aunque no sean definida o tentativamente izquierdistas ni socialistas, suelen
experimentar la necesidad de controlarlo todo, y de ejercer su dominio sobre
todas las instituciones sociales, con la coartada de poner los recursos del
Estado al servicio del progreso y del bienestar del pueblo. Parece que ningún
gobierno, cualquiera que sea su orientación ideológica, tolera que una
institución como la universitaria, a la que, además, financia, sea
incómodamente crítica frente a las políticas oficiales, sin darse cuenta de que
tal comportamiento de las universidades, antes que dañar las funciones de
gobierno, mas bien busca corregirlas y mejorarlas cuando ello sea menester.
Se da así la paradoja de que la autonomía universitaria sea mal vista tanto por
los gobiernos de derecha, como por los de izquierda, y en especial, por
supuesto, por las dictaduras, sean del signo ideológico que sean.
Esta paradoja es particularmente notoria en el caso de los gobiernos
revolucionarios, sobre todo cuando este calificativo no les es discernido desde
afuera y en virtud de sus logros y ejecutorias, sino que son ellos mismos los
que, apriorísticamente, se califican de tales. No hay político supuesta o
realmente revolucionario, sobre todo en Hispanoamérica, que no incluya la
autonomía universitaria en su bagaje ideológico, y hasta hacen de ella una de
sus más preciadas consignas políticas. Sin embargo, al llegar al poder
parecieran percatarse de que la autonomía estorba a sus propósitos
revolucionarios, en la medida en que les impide convertir las universidades en
instrumentos sumisos de sus propósitos de gobierno.
Sin embargo, no tiene por qué ser así. Todo gobierno, sea de derecha o
de izquierda, necesita instituciones vigorosas que tengan una actitud
severamente crítica ante las políticas oficiales. Tal es la función, en una
democracia normal, de instituciones como, entre otras, los partidos de
oposición y los medios de comunicación. Pero estos la ejercen desde una
posición política, aunque, en el caso de los medios, no necesariamente
partidista. Los partidos de oposición, obviamente, cumplen su función crítica
y contralora frente al gobierno de turno en razón de su carácter de alternativa,
de su propósito de sustituirlo conforme a las reglas democráticas. Los medios
de comunicación, aun siendo independientes de los partidos, cumplen
también su rol desde una perspectiva política, y en virtud de unos intereses
determinados, aunque no siempre execrables ni tendenciosos.
Muy distinta es, por tanto, la misión crítica y contralora de las
universidades ante los organismos de gobierno. Esta elevada misión está muy
bien definida en el artículo 2 de la Ley de Universidades: “Las Universidades
son Instituciones al servicio de la Nación y a ellas corresponde colaborar en la
orientación de la vida del país mediante su contribución doctrinaria en el
esclarecimiento de los problemas nacionales”. Entiéndase bien, son
instituciones “al servicio de la Nación”, no del Gobierno de turno, ni mucho
menos del partido que lo ejerza. Además, su contribución es esencialmente
doctrinaria, y en consecuencia tiene que estar al margen de la diatriba política
y/o ideológica que sí es propia de los partidos y de los medios de
comunicación. Y resulta obvio que, para que las universidades cumplan
cabalmente tan importantes fines, necesitan gozar de la más amplia y fecunda
autonomía. Esta no tiene por qué reñirse con el carácter de instituciones del
Estado que tienen las universidades.
Un gobierno verdaderamente revolucionario no puede temer a la
autonomía universitaria. Es más, necesita de ella como fuente del oxígeno
que requiere para vivir. El mejor negocio que puede hacer un gobierno que
sea de verdad revolucionario, es mantener con las universidades unas
relaciones respetuosas y fecundas, de mutua cooperación, sin miedo a las
disensiones y controversias que en el desarrollo de ellas puedan generarse.
Esto es particularmente importante en los tiempos que corren, en que las
revoluciones políticas, si han de ser auténticas, no pueden prescindir de los
avances de las ciencias y la tecnología. Y es obvio que las universidades son
fundamentales en el desarrollo científico y tecnológico, no sólo porque es
misión primordial de ellas “crear, asimilar y difundir el saber mediante la
investigación y la enseñanza”, como reza el artículo 3 de la Ley de
Universidades, sino también porque en su seno deben formarse las legiones
de profesionales y técnicos de todas las disciplinas, sin cuyo concurso ningún
gobierno ni ninguna revolución pueden llevar a cabo sus planes y programas.
Correlativamente, el más grande error que pueden cometer un gobierno
y/o una revolución es tratar de imponer su dominio sobre las universidades,
pasando por encima de su autonomía. De intentarlo, chocarán de frente con
un profesorado y un estudiantado que tradicionalmente han sido muy celosos
en la defensa de su independencia, en virtud de una antiquísima tradición en
el mundo entero, y que en nuestro país ha tenido episodios de indiscutible
valor histórico. Y en consecuencia, el gobierno y/o la revolución que de tal
modo actúen, jamás conseguirán hacer de las universidades instrumentos
ciegos y sumisos de sus designios, y, en cambio, se privarán del enorme y
valioso aporte que ellas podrían ofrecer para el cabal cumplimiento de los
fines gubernamentales y/o revolucionarios.
Autonomía universitaria, socialismo y revolución
Es crucial para el destino de las universidades venezolanas, lo mismo
que para el cabal desempeño ante ellas de los organismos del Estado y del
Gobierno, definir la relación que deba existir entre la autonomía
universitaria y el sistema socialista que supuestamente se está tratando de
construir hoy en Venezuela. La confusión ideológica que el proceso político
durante los últimos años ha producido en nuestro país, ha generado un
inmenso desprestigio de la doctrina y del sistema socialistas, a los cuales se
tiende a definir como esencialmente antidemocráticos. Nada, sin embargo,
más falaz. Ello implica una equivocada identificación del socialismo con el
totalitarismo, confusión alimentada por la experiencia de los regímenes del
llamado socialismo real que imperó en numerosos países durante un buen
trecho del siglo XX. Mas la verdad es que frente al socialismo totalitario,
signado fundamentalmente por la grotesca deformación estalinista, se erige
un socialismo democrático y humanista, ajeno por definición a las prácticas
autoritarias, aunque siempre imperfecto, como toda creación humana. Nada
hay en la teoría política que demuestre que el auténtico socialismo es por
definición antidemocrático, y las dictaduras vividas en diversos países,
supuestamente basadas en principios socialistas, sólo han sido monstruosas
deformaciones y adulteraciones del socialismo, que si se aplicasen sin los
vicios y defectos de aquellas dictaduras, conducirían a establecer gobiernos
justos, esencialmente democráticos y humanísticos.
Ningún sistema político-social requiere de la autonomía universitaria
como el verdadero socialismo, sin apellidos ni calificaciones, puesto que el
conocimiento científico y tecnológico tiene que ser, necesariamente, uno de
sus instrumentos fundamentales en el propósito de fundar una nueva
sociedad, libre de penurias y de injusticias. Y el fomento de las ciencias y de
la técnica es función primordial de la universidad autónoma y democrática.
Sólo las dictaduras primitivas y el autoritarismo totalitario pueden ser
refractarios a la autonomía universitaria.
¿Que esto es una utopía? Puede ser. Después de todo la utopía ha sido
el verdadero motor de la historia. Y es definitorio del espíritu humano no
conformarse nunca con lo que se tenga, por bueno que sea, sino aspirar
siempre a algo mejor.
La autonomía universitaria se erige primordialmente frente al Estado y
los gobiernos. Ello se explica, entre otras razones, porque en principio se trata
de instituciones privadas o semiprivadas, ajenas al aparato gubernamental,
aunque muchas de ellas fueron reconocidas oficialmente, e incluso se les
brindó protección y ayuda financiera. Pero aun así, la universidad fue siempre
muy celosa de su independencia y de su autonomía frente a los grupos e
individualidades gobernantes, incluida la Iglesia, pues aunque muchas
universidades se fundan por iniciativa de determinadas órdenes religiosas, e
incluso en el recinto de conventos y monasterios, también es cierto que sus
fundadores y promotores siempre procuraron deslindarse de la jerarquía
eclesiástica, sin abjurar de sus creencias y dogmas. En muchas de aquellas
primitivas universidades se produjeron vivas e iluminadoras controversias
sobre los pareceres oficiales de la Iglesia de Roma.
En el origen del sistema autonómico se reconoce, además, el propósito
de salvaguardar la función esencial de las universidades, cual es la búsqueda
del saber y la verdad, y su preservación como patrimonio cultural que ha de
trasmitirse de generación en generación. Y esa búsqueda del saber y la verdad
tiene necesariamente que hacerse a resguardo de interferencias que, como las
de carácter político, en especial las provenientes de las esferas del poder
gubernamental, pudieran mediatizarla y entorpecerla.
Pero a esa explicación del origen de la autonomía, fundada en el noble
principio de preservación del saber y la verdad, debe agregarse otra, ya no tan
noble, sobre todo por su carácter pragmático. Me refiero al hecho de que,
siendo el saber y la verdad una fuente primordial de poder, caro tenía que ser
a quienes basaban su poderío en esa fuente el propósito de que esta
permaneciese fuera del control de los factores del poder estatal y
gubernamental. Por siglos el saber y la verdad han sido monopolio de elites
sociales que, para perpetuarse en sus privilegios procuran mantener
celosamente bajo su control las claves del conocimiento y de las ciencias, que
de esa manera se tornan en instrumentos de dominación y vasallaje.
La autonomía universitaria en Venezuela
En Venezuela la autonomía universitaria tiene una larga tradición.
Nuestra primera universidad, la Universidad de Caracas, posteriormente
rebautizada Universidad Central de Venezuela, nace el 22 de diciembre de
1721, cuando, por Real Cédula del rey Felipe V, se elevó a la categoría de
universidad lo que hasta entonces había sido el Colegio Seminario Tridentino
de Santa Rosa de Lima. Posteriormente, por Real Cédula del 4 de octubre de
1781, el rey Carlos IV le concede la autonomía, plasmada en la autorización
para dictar su propia constitución y sus reglamentos, y para elegir el rector
por el Claustro universitario.
Aquel inicial régimen autonómico se mantiene hasta el 15 de julio de
1827, ya consumada la independencia, cuando el Libertador, Presidente de
Colombia –la llamada Gran Colombia– promulga los Estatutos Republicanos
elaborados por la propia Universidad, y en los cuales se mantiene el principio
autonómico que venía de la Colonia, además de que se dona a la Universidad
de Caracas un conjunto de haciendas sumamente productivas, para que con
sus rentas financiaran las actividades universitarias.
La autonomía se ratifica en el Código de Instrucción Pública de 1843,
en el que se establece que las autoridades de la universidad serán electas por
un Cuerpo Electoral formado por todos los catedráticos propietarios, y de tres
representantes electorales en la de Caracas, dos en la de Mérida, nombrados
por cada una de las facultades. En cuanto a los profesores, serán designados
por concurso.
Agresiones a la autonomía
La primera agresión contra la autonomía de la universidad venezolana
se produjo en 1849, bajo la presidencia de José Tadeo Monagas. Ese año se
dicta un nuevo Código de Instrucción Pública, en realidad una mera reforma
del anterior, con la sola finalidad de permitir la injerencia del gobierno en el
régimen universitario, especialmente en el nombramiento y remoción de los
catedráticos. Allí se dice que no “podrán proveerse las cátedras en propiedad,
ni en interinato en personas desafectas al Gobierno Republicano o
sospechosas de su amor al espíritu democrático del sistema de Venezuela.
(…) También podrá el Poder Ejecutivo, usando de la facultad gubernativa,
remover de sus cátedras a los catedráticos que fueren desafectos al Gobierno
o del espíritu democrático del sistema de la República”.
Esta disposición fue derogada en 1858, a raíz de la llamada Revolución
de Marzo. Pero fue restituida en 1863, por decreto del Gral. Juan Crisóstomo
Falcón, que ponía en vigencia de nuevo todo el ordenamiento jurídico que
regía para el 14 de marzo de 1858, anterior a la mencionada Revolución.
Sin embargo, la mayor agresión contra la autonomía universitaria se
perpetró bajo el gobierno del Gral. Antonio Guzmán Blanco, quien por
Decreto del 24 de setiembre de 1883 dispone, en primer lugar, que “El Rector
y el Vicerrector serán nombrados libremente por el Ejecutivo Federal, que
nombrará también a los catedráticos, de ternas propuestas por el Rector”. En
decretos posteriores, Guzmán despoja a las universidades de sus bienes
propios, obligándolas “a la venta de todas sus propiedades urbanas y rurales”,
estableciendo que en lo sucesivo cubrirán sus gastos con los fondos que
anualmente se les asigne en el Presupuesto Nacional. Con ello se instituye de
manera definitiva un sistema de financiamiento que, aun existiendo la
autonomía universitaria, entraba, mediatiza y muchas veces aniquila el
sistema autonómico, toda vez que deja en manos del Ejecutivo un
instrumento infalible de control de las universidades, mediante la entrega
discrecional de los recursos asignados en la Ley de Presupuesto.
Autonomía y autarquía financiera
Es un hecho incontrovertible que la más perfecta autonomía
universitaria no puede funcionar a cabalidad si la universidad no es, al mismo
tiempo, económicamente autárquica. Hasta el decreto de Guzmán Blanco la
Universidad de Caracas había venido funcionando con bastante libertad, no
sólo por su régimen autonómico, sino también porque los bienes que poseía le
producían dinero suficiente y oportuno para atender a sus necesidades, que,
por lo demás, no eran demasiado elevadas, tanto porque era aún una
universidad pequeña y poco desarrollada, como porque la enseñanza en
general, incluida la de nivel superior, no resultaba tampoco demasiado
costosa, como sí lo es hoy. Desde entonces, y por la práctica inveterada de
entregar las asignaciones presupuestarias por mensualidades –los famosos e
inquietantes dozavos–, cada universidad está a merced del Ejecutivo en lo
tocante a la disponibilidad de sus recursos financieros, con mengua de su
autonomía, aun cuando esta aparezca consagrada en la Constitución y las
leyes respectivas.
El régimen antiautonómico establecido por Guzmán atraviesa todo el
restante siglo XIX y se mantiene hasta bien entrado el XX. Durante las
dictaduras de Cipriano Castro y Juan Vicente Gómez, que ocupan el primer
tercio del siglo XX, el dominio gubernamental sobre las universidades fue
absoluto, como en todos los demás aspectos de la vida nacional.
La autonomía se va abriendo paso
Fue en 1940, bajo el gobierno del Gral. Eleazar López Contreras, siendo
Ministro de Educación Nacional el Dr. Arturo Úslar Pietri, cuando, al dictarse
una nueva Ley de Educación, se restituyó parcialmente la autonomía, al
establecer que cada una de las escuelas universitarias elegiría dos candidatos
para integrar una lista que, cada tres años, el respectivo Consejo Universitario
elevaría al Poder Ejecutivo, para que de ella se designaren el rector, el
vicerrector y el secretario. Fue una tímida reforma, que, sin embargo,
significó un paso de avance. No obstante, duró poco el ensayo, que trajo una
serie de vicios y problemas por el fomento de “roscas” y caudillismos, no por
académicos menos funestos. En 1943, al reformarse la Ley de Educación,
bajo el gobierno del Gral. Isaías Medina Angarita y el ministerio del Dr.
Rafael Vegas, se restableció la facultad del Poder Ejecutivo de designar y
remover libremente las autoridades universitarias, además de algunas otras
disposiciones relacionadas con la designación de los profesores, con
desconocimiento del principio autonómico.
El derrocamiento del Gral. Medina Angarita, el 18 de octubre de 1945,
abrió una nueva etapa en la historia contemporánea de Venezuela. En abril de
1946 el nuevo rector de la Universidad Central, Dr. Juan Oropesa, designa
una comisión encargada de elaborar un proyecto de estatuto universitario. La
forman los doctores Rafael Pizani, quien la preside, Eduardo Calcaño, Raúl
García Arocha, Francisco Montbrún y Eugenio Medina, y un representante
estudiantil, el Br. Alejandro Osorio. Es la primera vez en nuestro país que
oficialmente se toma en cuenta al estudiantado en funciones relacionadas con
el gobierno y administración de las universidades.
El proyecto de la comisión contemplaba una amplia autonomía, no sólo
en cuanto al gobierno de las universidades, sino también en el orden
financiero y administrativo. La doctrina que guió a la comisión en este
aspecto quedó muy bien plasmada en la carta que esta dirigió al rector de la
Universidad Central remitiéndole el proyecto. Allí, entre otras cosas, se dice
lo siguiente:
Estimamos que uno de los inconvenientes más ciertos con que ha
tropezado la formación de una conciencia universitaria en el país –requisito
indispensable para que la Universidad pueda desenvolverse como institución
pública nacional–, es el haberla considerado y tratado, desde fines del siglo
XIX, como un simple apéndice burocrático del Ministerio de Educación
Nacional. Porque en tales condiciones no habrá problema universitario que no
adquiera inmediatamente el carácter de una cuestión política; no habrá
iniciativa universitaria que no sea juzgada –o prejuzgada– en su posible
contenido político; no habrá decisión, por útil y evidente que sea para el interés
universitario puro, que no sea demorada, deformada o desechada por el interés
político, cuando no por el simple capricho o conveniencia de algún empleado
influyente.
En nuestro concepto, si se quiere intentar seriamente una reforma a
fondo de las Universidades Nacionales, es necesario comenzar por
independizarlas de esas influencias que desnaturalizan su misión y su sentido.
Independizarlas no formalmente, como lo hizo la Ley de Educación Nacional
de 1940, que mientras admitía una tímida autonomía en la designación de las
autoridades universitarias dejaba, sin embargo, a las Universidades atadas a la
voluntad del Ejecutivo con el cordón administrativo del presupuesto; sino una
autonomía no simulada, que permita el amplio desenvolvimiento de la
Universidad mediante la fijación de una cuota anual fija (no menor del 2 % en
el Proyecto) del Presupuesto de Rentas Públicas de la Nación y la garantía de
libertad de manejo de sus fondos, sin la perturbación agobiante del
procedimiento administrativo para su inversión.
Desafortunadamente, esta saludable doctrina no fue acogida por la Junta
Revolucionaria de Gobierno, presidida por Rómulo Betancourt –quien, por
cierto, como dirigente de la Generación del 28 había sido un entusiasta
propulsor de la autonomía–, y el Estatuto, dictado el 28 de setiembre de 1946,
firmado también, como miembros de la Junta, por otros fervorosos partidarios
de la autonomía universitaria en un pasado aún reciente, Raúl Leoni, Gonzalo
Barrios, Luis Beltrán Prieto y Edmundo Fernández, estableció que “El Rector,
el Vicerrector y el Secretario son de libre designación y remoción del
Ejecutivo Federal”. Tampoco se aceptó que en la Ley de Presupuesto se
estableciese una asignación anual no menor del 2 % para las universidades,
como lo señalaba el proyecto, y ese monto se fijó entre el 1 y el 2 por ciento.
Las razones para este desconocimiento de la autonomía se centraron en
el argumento de que en el Claustro de las universidades se había ido
imponiendo una concepción reaccionaria, que era necesario remover, para dar
paso a autoridades progresistas y a un clima universitario acorde con los
nuevos aires supuestamente revolucionarios que en el país se respiraban.
Argumento discutible, sobre todo si se toma en cuenta que en el pasado
habían sido nombrados rectores de ideas avanzadas, como es el caso del Dr.
Rafael Pizani, cuya ideología democrática y progresista nadie pone en duda,
quien, por cierto que muy joven aún (tenía apenas 34 años), había sido rector
de la UCV durante la presidencia del Gral. Medina Angarita.
Sin embargo, el Estatuto de 1946 estableció, por primera vez en el país,
la representación de los estudiantes en el Consejo Universitario, los Consejos
de Facultad y las Asambleas de Facultad. Igualmente, y como paso de avance
muy significativo, consagró también la libertad de cátedra, que es
consustancial con el concepto de autonomía universitaria. En su artículo 45,
en efecto, el Estatuto disponía que “Los Profesores de las Universidades
Nacionales deben elaborar los programas de sus correspondientes asignaturas
y someterlas para su aprobación a las Facultades, pero conservan completa
independencia en la exposición de opiniones o doctrinas acerca de la materia
que enseñan”.
No obstante sus aspectos positivos, a pesar de no ser plenamente
autonómico, la aplicación del Estatuto de 1946 generó graves problemas, no
sólo ni tanto por su contenido mismo, sino mas bien como repercusión en el
ámbito universitario del clima político que la nueva situación del país, a raíz
de la arrogantemente llamada Revolución de Octubre, había creado, situación
caracterizada por el populismo y la demagogia puestas en práctica desde los
círculos gubernamentales. Además, se trasladó a las universidades el clima de
sectarismo y de pugnacidad que imperó en todo el país durante los tres años
de la Junta Revolucionaria de Gobierno y los nueve meses de la presidencia
de Rómulo Gallegos. No es exagerado decir que tal situación determinó que
en poco tiempo la universidad como institución, y su régimen de gobierno,
que no era, como ya se ha visto, propiamente autonómico, cayesen en un
profundo desprestigio ante la opinión pública nacional.
Sin embargo, en noviembre 1948, una vez derrocado el presidente
Gallegos por un nuevo golpe militar, esta vez sin apoyo civil, la Junta Militar
de Gobierno, presidida por el Teniente Coronel Carlos Delgado Chalbaud, y
siendo ministro de Educación el Prof. Augusto Mijares, por Decreto del 23
de diciembre de 1948 mantuvo en vigencia el Estatuto Orgánico de 1946.
Pero el derrocamiento de Gallegos, que no había causado mayores reacciones
en el pueblo, al reanudarse las actividades educativas, en enero de 1949, sí
originó graves disturbios estudiantiles, dándose inicio a un período muy
conflictivo, que culminó en 1951, cuando la Junta de Gobierno, presidida por
el Dr. Germán Suárez Flamerich, constituida a raíz del asesinato, en
noviembre de 1950, del presidente de la Junta Militar, Delgado Chalbaud, con
fecha 1 de setiembre destituyó las autoridades de la Universidad Central de
Venezuela, encabezadas por el rector Dr. Julio de Armas, y para sustituirlo se
trajo desde Mérida al Dr. Eloy Dávila Celis, quien venía precedido de un gran
desprestigio, por su actuación despótica y represiva como rector de la
Universidad de los Andes, contra quien se habían producido graves disturbios
en aquella universidad. Este nombramiento fue rechazado por el estudiantado,
de forma que la UCV se hizo absolutamente ingobernable. Lo cual determinó
que mes y medio después, el 17 de octubre, por decreto Nº 321, la Junta de
Gobierno interviniese la UCV y ordenase su reestructuración total, a cuyo
efecto designó un llamado Consejo de Reforma, presidido por el médico Dr.
Julio García Álvarez. En el mismo decreto se derogaba expresamente el
Estatuto Orgánico de 1946, con lo cual naufragaba definitivamente el
experimento que este representaba, que, sin ser propiamente autonómico,
contenía, no obstante, importantes innovaciones, consagratorias de la
autonomía en algunos aspectos, como el nombramiento de los profesores, la
libertad de cátedra y el principio de cogobierno estudiantil. De nuevo estallan
disturbios estudiantiles, a lo cual se une la tenaz resistencia de una mayoría de
profesores, quienes, en repudio al Consejo de Reforma, pusieron sus cargos a
la orden, hasta tanto se rectificasen aquellas medidas y se restableciese el
principio básico de autonomía. Ante aquella nueva situación de
ingobernabilidad no hubo más salida que clausurar la universidad por tiempo
indefinido, declarando insubsistentes las partidas presupuestarias “destinadas
a sufragar el pago de los sueldos de los profesores”. Al mismo tiempo se
destituyó a más de 140 catedráticos y se expulsó a 137 estudiantes. No
conforme con eso, la dictadura encarceló a muchos de ellos y a otros los
expulsó del país, la mayoría de los cuales sólo pudieron regresar en 1958, una
vez derrocada la dictadura perezjimenista. No hay duda de que estos
episodios son los más resaltantes como hitos históricos altamente
significativos en la lucha por la autonomía universitaria.
Más de un año duró el cierre de la UCV. En julio de 1953 se dictó una
nueva Ley de Universidades Nacionales, que restituía la forma de gobierno
tradicional de las universidades, con lo que se extinguía el Consejo de
Reforma. Esta ley terminó de aniquilar todo vestigio de autonomía
universitaria, pues dispuso que el libre nombramiento y remoción de todos
los funcionarios universitarios, incluso los profesores, a quienes se calificó de
“empleados públicos”, correspondía al presidente de la república. En agosto
de ese mismo año se designó a las autoridades y se reiniciaron las actividades,
en una nueva etapa signada por conflictos de diversos grados de importancia,
hasta culminar con la caída de la dictadura, en enero de 1958.
La autonomía plena
Uno de los actos más importantes de la Junta de Gobierno que sustituyó
al dictador, en esta ocasión ya presidida por el Dr. Edgar Sanabria, de
honorable y dilatada trayectoria universitaria, fue dictar una nueva Ley de
Universidades, la misma que, con algunas reformas, ha estado vigente hasta
hoy. Por temprano decreto de la Junta, del 17 de febrero, todavía bajo la
presidencia de vicealmirante Wolfgang Larrazábal, se creó una comisión
encargada de redactar un proyecto de ley universitaria, con expreso mandato
de “que contemple y asegure la autonomía universitaria”. Esa comisión
estuvo formada por los doctores Fancisco De Venanzi, quien la presidía,
Rafael Pizani, Ismael Puerta Flores, Rubén Coronil, Raúl García Arocha,
Armando Vegas, J. L. Salcedo Bastardo, Jesús M. Bianco, Marcelo González
Molina, Héctor Hernández Carabaño, Francisco Urbina y Ernesto Mayz
Vallenilla, y en representación de los estudiantes el bachiller Edmundo
Chirinos.
Virtud primordial de la Ley de Universidades, promulgada el 5 de
diciembre de 1958 –razón por la cual más tarde se instituyó esta fecha como
Día del Profesor Universitario– es que, no sólo instaura plenamente la
autonomía, sino que también la define en términos amplios e inequívocos. El
art. 8, en efecto, establece que “Las Universidades son autónomas, de acuerdo
con lo establecido en la presente Ley”. En concordancia con ello, el art. 6
dispone que “El recinto de las Universidades es inviolable. Su vigilancia y el
mantenimiento del orden dentro de él son de la competencia y
responsabilidad de las autoridades universitarias; no podrá ser allanado sino
para impedir la consumación de un delito o para cumplir las decisiones de los
Tribunales de Justicia”. Otros artículos se refieren explícitamente a la
autonomía administrativa, que es especialmente amplia en lo tocante al
manejo de los fondos propios de cada universidad, incluidas las partidas que
le sean asignadas en la Ley de Presupuesto.
En cuanto al nombramiento de sus autoridades, la Ley es igualmente
muy amplia. Las autoridades rectorales serán designadas por el Claustro de
cada universidad, formado por los profesores Asistentes, Agregados,
Asociados, Titulares, Honorarios y jubilados; los representantes estudiantiles
y los de los egresados.
La Ley consagra también la libertad y la pluralidad de cátedra. El art.
4 dice: “La enseñanza universitaria se inspirará en un definido espíritu de
democracia, de justicia social y de solidaridad humana, y estará abierta a
todas las corrientes del pensamiento universal, las cuales se expondrán y
analizarán de manera rigurosamente científica”. En concordancia con esto el
art. 94 contempla que “Los miembros del personal docente y de investigación
deben elaborar los programas de sus asignaturas, o los planes de sus trabajos
de investigación, y someterlos para su aprobación a las respectivas
autoridades universitarias, pero conservan completa independencia en la
exposición de la materia que enseñan y en la orientación y realización de sus
trabajos”.
Sin el más mínimo desmedro de la autonomía, la Ley dispuso asimismo
que las universidades nacionales deben trabajar de manera coordinada, ya
que, según el art. 5, “La finalidad de la Universidad (…) es una en toda la
Nación”. A ese propósito se instituyó el Consejo Nacional de Universidades,
con fines de coordinación, formado por el ministro de educación, quien lo
preside, los rectores de las universidades nacionales y de las privadas, un
decano y un delegado estudiantil por cada universidad nacional o privada.
Hasta su reforma parcial, en 1970, esta Ley de Universidades consagró
de la manera más amplia la autonomía. En ese sentido fue única en el mundo
y en la historia de la autonomía universitaria, porque aun en los sistemas
autonómicos más avanzados siempre ha habido algún resquicio legal que
permite a los gobiernos intervenir en la dirección y funciones de las
universidades. En cambio, mientras nuestra ley no fue reformada en ese
sentido, el único expediente del Gobierno venezolano para inmiscuirse en la
vida de las universidades fue el allanamiento de la autonomía y la
intervención de facto, de evidente carácter ilegal. Que fue precisamente lo
que ocurrió en 1970, y había ocurrido también en 1960.
El movimiento de Renovación Académica
En 1969 estalló en la UCV un amplio movimiento de reforma, conocido
con el nombre de Renovación Académica. Este movimiento alcanzó niveles
muy radicales, especialmente en ciertas facultades y escuelas. Entre sus
objetivos la renovación perseguía la revisión a fondo de los planes y
programas de estudio; la llamada auditoría académica, por la cual los
estudiantes harían la evaluación de sus profesores en razón de sus condiciones
éticas y de su rendimiento académico; la ampliación de la representación
estudiantil en las funciones electorales y de cogobierno, hasta hacerla
paritaria con la de los profesores, y la participación de los empleados y
obreros de la Universidad en dichas funciones.
El movimiento de renovación alarmó, no sólo al gobierno, presidido
por el Dr. Rafael Caldera, y a su partido COPEI, sino también al partido
Acción Democrática, que estaba en la oposición, pero tenía una fuerza
decisiva en el Congreso Nacional. La situación en la UCV se tornó crítica, y
en un momento dado, aunque las cosas parecían enrumbarse hacia una cierta
normalización de la vida universitaria, el gobierno, al parecer por presión
militar, decidió violar la autonomía e intervenir la Universidad, ocupando
militarmente todas sus dependencias. Previamente a ello, los partidos COPEI
y Acción Democrática se pusieron de acuerdo para realizar en el Congreso
una urgente reforma de la Ley de Universidades, la cual fue promulgada el 8
de setiembre de 1970. Aunque esta reforma mantuvo el sistema autonómico,
disminuyó bastante sus alcances y su eficacia, en aras de un mayor poder de
injerencia del Gobierno en la vida de las universidades. Curiosamente, la
reforma comenzó por ampliar y precisar el concepto de autonomía. El
artículo 9, en efecto, definió cuatro áreas autonómicas: 1) Autonomía
organizativa; 2) Autonomía académica; 3) Autonomía administrativa; 4)
Autonomía económica y financiera. Sin embargo, redujo en forma drástica el
concepto de autonomía territorial, pues aunque mantuvo en su art. 7 que “El
recinto de las Universidades es inviolable…”, a renglón seguido agregó: “Se
entiende por recinto universitario el espacio precisamente delimitado y
previamente destinado a la realización de funciones docentes, de
investigación, académicas, de extensión o administrativas, propias de la
Institución. // Corresponde a las autoridades nacionales y locales la vigilancia
de las avenidas, calles y otros sitios abiertos al libre acceso y circulación, y la
protección y seguridad de los edificios y construcciones situados dentro de las
áreas donde funcionen las universidades, y las demás medidas que fueren
necesarias a los fines de salvaguardar y garantizar el orden público y la
seguridad de las personas y de los bienes, aun cuando estos formen parte del
patrimonio de la Universidad”.
La reforma debilitó o cercenó otros aspectos de la autonomía. Pero lo
más grave fue establecer la potestad del Ejecutivo Nacional, si bien
indirectamente, para destituir las autoridades universitarias. En efecto, entre
las nuevas atribuciones dadas al Consejo Nacional de Universidades, cuya
composición se reformó para lograr una mayoría oficialista, se establece lo
siguiente: “12. Previa audiencia del afectado, suspender del ejercicio de sus
funciones al Rector, a los Vicerrectores, o al Secretario de las Universidades
Nacionales cuando hubieren incurrido en grave incumplimiento de los
deberes que les impone esta Ley. Acordada la suspensión, el funcionario o los
funcionarios afectados por la medida podrán, dentro de los treinta días
siguientes a la última notificación, presentar los alegatos que constituyan su
defensa y promover y evacuar ante el Secretario Permanente del Consejo las
pruebas pertinentes. Vencido dicho lapso el Consejo decidirá, con vista de los
elementos que consten en el expediente, sobre la restitución o remoción del
funcionario o de los funcionarios suspendidos…”. Esta disposición se
complementa con la del numeral 14: “Declarar, en el caso previsto en los
numerales 12 y 13 de este artículo, a la Universidad afectada en proceso de
reorganización cuando la medida de remoción hubiese sido impuesta
conjuntamente al Rector, a los Vicerrectores y al Secretario, o a dos de dichas
autoridades o a la mayoría de los miembros de un Consejo Universitario;
designar en cualquiera de estos casos, a las autoridades interinas que hayan de
asumir la dirección de las Universidades Nacionales mientras se realiza la
respectiva elección por la comunidad universitaria; y procederá a la
convocatoria de las correspondientes elecciones, con arreglo a las
disposiciones de esta Ley, dentro de los seis meses siguientes a la decisión
por la cual se acordó la remoción…”. Y la del numeral 15: “Designar a las
autoridades interinas que hayan de asumir la dirección de las Universidades
Nacionales no experimentales, en los casos de falta absoluta del Rector y los
Vicerrectores o de más de la mitad de los miembros del Consejo
Universitario; y proceder a la convocatoria de las correspondientes
elecciones, con arreglo a las disposiciones de esta Ley, dentro de los seis
meses siguientes a la designación de las autoridades interinas…”.
El allanamiento y ocupación militar de la Universidad se consumó el 29
de noviembre de 1970. Al amparo de la ley reformada se destituyó a las
autoridades, encabezadas por el rector Dr. Jesús María Bianco, y se designó
autoridades interinas, que recordaban al famoso Consejo de Reforma de 1951.
Como en aquel caso, esta vez tampoco las autoridades interinas pudieron
asegurar la normalización de la UCV, y a duras penas fueron capaces de
conducir a unas elecciones en que resultó electo rector el Dr. Rafael José
Neri, lográndose una gradual normalización de las actividades universitarias a
partir de 1972.
Justo es reconocer que, pese al carácter antiautonómico de las reformas
de 1970, nuestras universidades han podido gozar hasta el presente de su
autonomía, sin duda porque los sucesivos gobiernos, una vez superadas las
circunstancias traumáticas que dieron paso a esas reformas, han respetado en
lo esencial el principio autonómico. Sólo en el aspecto financiero se ha
entrabado el normal desempeño de las universidades, regateándoles los
aportes presupuestarios, bien por insuficiencia real de los recursos del Estado,
bien como instrumento de chantaje y dominación sobre unas instituciones
que, como las universitarias, por definición deben ser muy críticas ante los
designios gubernamentales.
La autonomía con rango constitucional
Finalmente, el largo proceso cumplido en nuestro país por la autonomía
universitaria tuvo su feliz culminación en 1999, cuando, en la Constitución
dictada ese año se consagró, en los términos más amplios imaginables, el
régimen autonómico, tal como se define en el art. 109: “El Estado reconocerá
la autonomía universitaria como principio y jerarquía que permite a los
profesores, profesoras, estudiantes, egresados y egresadas de su comunidad
dedicarse a la búsqueda del conocimiento a través de la investigación
científica, humanística y tecnológica, para beneficio espiritual y material de la
Nación. Las universidades autónomas se darán sus normas de gobierno,
funcionamiento y la administración eficiente de su patrimonio bajo el control
y vigilancia que a tales efectos establezca la ley. Se consagra la autonomía
universitaria para planificar, organizar, elaborar y actualizar los programas de
investigación, docencia y extensión. Se establece la inviolabilidad del recinto
universitario. Las universidades experimentales alcanzarán su autonomía de
conformidad con la ley”.
¿Significa todo esto que la autonomía universitaria, ahora con rango
constitucional, es perfecta, y que en nuestro país ha funcionado cabalmente?
De ninguna manera. Son muchos los vicios y fallas que en cada universidad
se han acumulado en los cuarenta y cuatro años de ejercicio autonómico. Pero
no es esta la ocasión de analizarlos y censurarlos, aunque hacerlo es necesario
y saludable, y se hará oportunamente. En todo caso, la autonomía
universitaria, como toda creación humana, es susceptible de errores, pero
también es perfectible.
Las universidades y el Estado
La larga lucha por la autonomía universitaria plantea un agudo
problema que casi nunca los interesados abordan con la sinceridad que se
requiere. Me refiero a la relación de las universidades con el Estado, y en
especial con los gobiernos de turno. Como dije antes, es sintomático que
muchos políticos, mientras son ajenos o de oposición al Gobierno se muestran
fervientes partidarios de la autonomía universitaria, pero cuando llegan al
poder se convierten en sus enconados enemigos. La tentación totalitaria de
que se ha acusado a los regímenes de izquierda y de tendencias socialistas no
es exclusiva de estos. También muchos gobiernos y partidos democráticos,
aunque no sean definida o tentativamente izquierdistas ni socialistas, suelen
experimentar la necesidad de controlarlo todo, y de ejercer su dominio sobre
todas las instituciones sociales, con la coartada de poner los recursos del
Estado al servicio del progreso y del bienestar del pueblo. Parece que ningún
gobierno, cualquiera que sea su orientación ideológica, tolera que una
institución como la universitaria, a la que, además, financia, sea
incómodamente crítica frente a las políticas oficiales, sin darse cuenta de que
tal comportamiento de las universidades, antes que dañar las funciones de
gobierno, mas bien busca corregirlas y mejorarlas cuando ello sea menester.
Se da así la paradoja de que la autonomía universitaria sea mal vista tanto por
los gobiernos de derecha, como por los de izquierda, y en especial, por
supuesto, por las dictaduras, sean del signo ideológico que sean.
Esta paradoja es particularmente notoria en el caso de los gobiernos
revolucionarios, sobre todo cuando este calificativo no les es discernido desde
afuera y en virtud de sus logros y ejecutorias, sino que son ellos mismos los
que, apriorísticamente, se califican de tales. No hay político supuesta o
realmente revolucionario, sobre todo en Hispanoamérica, que no incluya la
autonomía universitaria en su bagaje ideológico, y hasta hacen de ella una de
sus más preciadas consignas políticas. Sin embargo, al llegar al poder
parecieran percatarse de que la autonomía estorba a sus propósitos
revolucionarios, en la medida en que les impide convertir las universidades en
instrumentos sumisos de sus propósitos de gobierno.
Sin embargo, no tiene por qué ser así. Todo gobierno, sea de derecha o
de izquierda, necesita instituciones vigorosas que tengan una actitud
severamente crítica ante las políticas oficiales. Tal es la función, en una
democracia normal, de instituciones como, entre otras, los partidos de
oposición y los medios de comunicación. Pero estos la ejercen desde una
posición política, aunque, en el caso de los medios, no necesariamente
partidista. Los partidos de oposición, obviamente, cumplen su función crítica
y contralora frente al gobierno de turno en razón de su carácter de alternativa,
de su propósito de sustituirlo conforme a las reglas democráticas. Los medios
de comunicación, aun siendo independientes de los partidos, cumplen
también su rol desde una perspectiva política, y en virtud de unos intereses
determinados, aunque no siempre execrables ni tendenciosos.
Muy distinta es, por tanto, la misión crítica y contralora de las
universidades ante los organismos de gobierno. Esta elevada misión está muy
bien definida en el artículo 2 de la Ley de Universidades: “Las Universidades
son Instituciones al servicio de la Nación y a ellas corresponde colaborar en la
orientación de la vida del país mediante su contribución doctrinaria en el
esclarecimiento de los problemas nacionales”. Entiéndase bien, son
instituciones “al servicio de la Nación”, no del Gobierno de turno, ni mucho
menos del partido que lo ejerza. Además, su contribución es esencialmente
doctrinaria, y en consecuencia tiene que estar al margen de la diatriba política
y/o ideológica que sí es propia de los partidos y de los medios de
comunicación. Y resulta obvio que, para que las universidades cumplan
cabalmente tan importantes fines, necesitan gozar de la más amplia y fecunda
autonomía. Esta no tiene por qué reñirse con el carácter de instituciones del
Estado que tienen las universidades.
Un gobierno verdaderamente revolucionario no puede temer a la
autonomía universitaria. Es más, necesita de ella como fuente del oxígeno
que requiere para vivir. El mejor negocio que puede hacer un gobierno que
sea de verdad revolucionario, es mantener con las universidades unas
relaciones respetuosas y fecundas, de mutua cooperación, sin miedo a las
disensiones y controversias que en el desarrollo de ellas puedan generarse.
Esto es particularmente importante en los tiempos que corren, en que las
revoluciones políticas, si han de ser auténticas, no pueden prescindir de los
avances de las ciencias y la tecnología. Y es obvio que las universidades son
fundamentales en el desarrollo científico y tecnológico, no sólo porque es
misión primordial de ellas “crear, asimilar y difundir el saber mediante la
investigación y la enseñanza”, como reza el artículo 3 de la Ley de
Universidades, sino también porque en su seno deben formarse las legiones
de profesionales y técnicos de todas las disciplinas, sin cuyo concurso ningún
gobierno ni ninguna revolución pueden llevar a cabo sus planes y programas.
Correlativamente, el más grande error que pueden cometer un gobierno
y/o una revolución es tratar de imponer su dominio sobre las universidades,
pasando por encima de su autonomía. De intentarlo, chocarán de frente con
un profesorado y un estudiantado que tradicionalmente han sido muy celosos
en la defensa de su independencia, en virtud de una antiquísima tradición en
el mundo entero, y que en nuestro país ha tenido episodios de indiscutible
valor histórico. Y en consecuencia, el gobierno y/o la revolución que de tal
modo actúen, jamás conseguirán hacer de las universidades instrumentos
ciegos y sumisos de sus designios, y, en cambio, se privarán del enorme y
valioso aporte que ellas podrían ofrecer para el cabal cumplimiento de los
fines gubernamentales y/o revolucionarios.
Autonomía universitaria, socialismo y revolución
Es crucial para el destino de las universidades venezolanas, lo mismo
que para el cabal desempeño ante ellas de los organismos del Estado y del
Gobierno, definir la relación que deba existir entre la autonomía
universitaria y el sistema socialista que supuestamente se está tratando de
construir hoy en Venezuela. La confusión ideológica que el proceso político
durante los últimos años ha producido en nuestro país, ha generado un
inmenso desprestigio de la doctrina y del sistema socialistas, a los cuales se
tiende a definir como esencialmente antidemocráticos. Nada, sin embargo,
más falaz. Ello implica una equivocada identificación del socialismo con el
totalitarismo, confusión alimentada por la experiencia de los regímenes del
llamado socialismo real que imperó en numerosos países durante un buen
trecho del siglo XX. Mas la verdad es que frente al socialismo totalitario,
signado fundamentalmente por la grotesca deformación estalinista, se erige
un socialismo democrático y humanista, ajeno por definición a las prácticas
autoritarias, aunque siempre imperfecto, como toda creación humana. Nada
hay en la teoría política que demuestre que el auténtico socialismo es por
definición antidemocrático, y las dictaduras vividas en diversos países,
supuestamente basadas en principios socialistas, sólo han sido monstruosas
deformaciones y adulteraciones del socialismo, que si se aplicasen sin los
vicios y defectos de aquellas dictaduras, conducirían a establecer gobiernos
justos, esencialmente democráticos y humanísticos.
Ningún sistema político-social requiere de la autonomía universitaria
como el verdadero socialismo, sin apellidos ni calificaciones, puesto que el
conocimiento científico y tecnológico tiene que ser, necesariamente, uno de
sus instrumentos fundamentales en el propósito de fundar una nueva
sociedad, libre de penurias y de injusticias. Y el fomento de las ciencias y de
la técnica es función primordial de la universidad autónoma y democrática.
Sólo las dictaduras primitivas y el autoritarismo totalitario pueden ser
refractarios a la autonomía universitaria.
¿Que esto es una utopía? Puede ser. Después de todo la utopía ha sido
el verdadero motor de la historia. Y es definitorio del espíritu humano no
conformarse nunca con lo que se tenga, por bueno que sea, sino aspirar
siempre a algo mejor.
Excelente
ResponderEliminarMuy Bueno muchas gracias, lo subí a www.unetparticipa.org, de los estudiantes de la USB
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