domingo, 3 de junio de 2012

Espejos

Espejos/Alberto Barrera Tyszka 
El Nacional 3 Junio, 2012 
Son casi las 6:00 de la tarde y el sol se aplasta contra los ventanales del salón 206 de la escuela de Letras de la Universidad Central. Isis, una de las alumnas del taller, lee una crónica que ha escrito, en la cual incorpora algunas expresiones que usa actualmente la gente de su edad. En algún momento, un personaje dice: “Te tengo un beta”. Varios de sus compañeros de clase sonríen. Yo no entiendo. Pienso que no sólo me pierdo un significado sino también una complicidad. Después de discutir el texto entre todos, me arriesgo y pregunto qué es un “beta”, qué quiere decir esa expresión. La interrogante es casi un calendario. “Un beta es un chisme”, dice uno. “Un beta puede ser cualquier cosa”, dice otro. “Beta es como vaina”, añade una alumna, casi en plan pedagógico, mirándome con cierta paciencia. “¿En verdad usted jamás había oído esa palabra?”. De pronto, me siento como un esquimal al que acaban de soltar en Boca de Uchire. La edad también te puede convertir en extranjero. Cuando yo era un muchacho juré que cuando fuera mayor no cuestionaría tan fácilmente la música que escuchaban los jóvenes. Me parecía injusta e idiota la manera en que los adultos criticaban y descalificaban la música que escuchábamos nosotros. Hasta que llegó el reguetón y el perreo. Entonces, me sentí senil. Febrilmente senil: ¿a eso lo llaman música? ¿Quién dijo que esa porquería que está sonando puede ser música? Detalles así suelen ser más brutales y directos que un espejo. Te retratan. Tal vez, gracias a la frecuencia diaria, terminamos acostumbrándonos a la imagen que se refleja cada mañana en ese vidrio que nos recibe, medio dormidos, con el cepillo de dientes en la mano. Los cambios que vemos nos resultan menores, forman parte de una continuidad que no parece variar demasiado. Siempre somos más o menos los mismos, un poco más o un poco menos torcidos y averiados, pero sin daños drásticos a la vista. La rutina nos protege. Mi amigo Rafael va en su carro, buscando un lugar para aparcarse en el estacionamiento de un hospital. Habla con un vigilante, tratando de encontrar un sitio vacío. El empleado lo observa y señala hacia otro espacio: “Los puestos para la tercera edad están allá arriba”, algo así le dice. Rafael, que no llega ni siquiera a los 65, no sabe si insultar al vigilante o correr de inmediato a hacerse un examen de sangre. Las miradas de los otros no andan con delicadezas. Reparten etiquetas con naturalidad y descuido. Te ven y te dicen “maestro”. Te ven y te dicen “doñita”. Es algo que jamás harás tú frente a tu imagen. A medida que pasan los años, comenzamos a sospechar que los demás son nuestro espejo más sincero. Ocurrió hace casi un mes. Jueves en la tarde. Mi hija Paula me llamó desde Santiago de Chile, donde vive desde hace 2 años. “Estoy embarazada”, me soltó a quemarropa, feliz, divertida, como queriendo gozarse mi reacción. Por supuesto que me emocioné, me contenté, lo celebramos mucho pero, al colgar el teléfono, no pude evitar mirar hacia arriba: ahí estaba, flotando sobre mí, oronda y rotunda, la palabra “abuelo”. Ahora, cuando en las mañanas me veo en el espejo y escucho alguna voz interior que exclama: “¡Pero si tú todavía eres un muchachito!”, sonrío entonces con cierta piedad y recuerdo cuando Paula cabía en mis 2 manos y dormía sobre mi pecho. Bastaba tan sólo mi respiración para que confiara en el mundo. De eso ya hace más de 26 años. Aunque el espejo no quiera verlo. En su Diario de invierno, Paul Auster elige un camino particular para ordenar y narrar las ráfagas de su memoria: las direcciones de las casas o apartamentos donde ha vivido, los sitios que “para bien o para mal” considera que fueron un “hogar”. El número de una vivienda, el nombre de una avenida, la ficción matemática de un código postal…el escritor estadounidense propone ese mapa para a partir de ahí convocar a sus recuerdos, para inventar otro tipo de espejo, íntimo e irregular. Como la vida. Finalmente, más temprano que tarde, todos terminamos en el mismo asombro, sorprendidos por la velocidad de nuestra historia personal. Cuando Barack Obama ganó las elecciones, un amigo que vive en Estados Unidos me llamó para comentarme que por primera vez el Presidente de su país era más joven que él. Para donde voltees puedes encontrarte con un espejo. A veces, mis alumnos escriben frases en otro lenguaje. Ya tengo amigos a los que los confunden con personas de la tercera edad. Y en octubre felizmente seré abuelo. Es parte de la maravilla y del vértigo de estar vivos. Un verso de Li Kiu Ling lo resume con una hermosa desnudez: “No me preguntes cómo pasa el tiempo”.

No hay comentarios:

Publicar un comentario